lunes, 26 de diciembre de 2011

Miedo en serio. Libertino Proudhon para revista ¿Todo Piola? Nº 13


Miedo en serio

Por Libertino Proudhon

I.
PIRIPI PIPI… En un tiempo imposible paso de recostado a incorporado, gritando al revés, metiendo una bocanada inmensa de aire por la boca, todavía sin procesar lo que me resorteó en cámara rápida. Sigo sintiendo sin entender, sin saber dónde estoy ni quién soy. Por lo mojado que están mi cuerpo y las  telas que lo envuelven podría estar flotando en una pileta, o en un río, pero no. Esa antimúsica la conozco demasiado, la odio. No la escucho con los oídos, la escucho con todo mi puto cuerpo. Principalmente con el pecho. Empuja y presiona para hacerse horrible cosquilleo estallando y pinchándome atrás de las rodillas y en la nuca. Asoma un patético intento de vigilia vigilante. Estiro el brazo y agarro el celular para apagar la tortura y arrancar con la rutina. Hay algo raro, no está sonando ni está iluminando hasta que lo toco y, ahí sí, lastima mis ojos que por reflejo se entrecierran y tardan en acomodarse hasta que una abertura finita entre párpado y párpado ve que son las 3 y 48 de la madrugada. No pudo haber sonado. Y sin embargo lo sentí, lo viví. Estoy muy mal. Tengo que… RI PIIIIPI… Mi brazo se extiende en menos de un segundo y apaga el ruido penetrante. Esta vez sí sonó. Estoy muy débil, fantasmeo hasta la calle. Algo me viene pasando y es cada vez peor. Siento a alguien muy cerca, bastante antes de verlo de reojo. ¡La puta madre, está todo tan oscuro! No hay nadie en la parada, nadie en ningún lado. Salvo el tipo que me sigue. Me doy vuelta tratando (al pedo) que no se note mi cara. Algo me toca la cabeza y casi me explota el corazón. No puedo parar de jadear incluso bastante después de sacarme la hoja de árbol que me había caído en el pelo. Vuelvo al acechador sabiendo que se burla por dentro y me alegro de ver venir el bondi. Una vez que subo la sombra se disipa, ahora veo su rostro a plena luz y pierde mágicamente toda tenebrosidad. Por la ventana veo un grupo de pibes. Uno, sentado en la vereda, estrella de golpe su celular contra el piso y se agarra la cabeza. El bondi frena y me mira asesino. Esa cara. No puede ser… que arranque, que arranque. Quiero levantarme y cambiarme de lugar pero mis extremidades están exclusivamente dedicadas a temblar. Arrancamos y algo inhumanamente blanco me asusta. Resulta ser mi reflejo en la ventana. Mis palpitaciones poguean al ritmo del heavy metal más áspero. En las axilas siento un pegote desagradable. Me bajo y camino, mirando cada tanto para atrás. Freno y me peino, usando una ventana de espejo. Saco el desodorante de la mochila, aprovechando que la calle está vacía. Cuando vuelvo a mirar el vidrio por poco me muero. Retomo la caminata que ya es un trote y de ser necesario se hará pique. Ahora pienso que, a pesar de aparentarlo, tal vez no fuera tan peligroso, porque ambos gritamos a la vez. Pero ese pelo todo revuelto, deambulando de acá para allá, escarbando enfermizo unas fotocopias, balbuceando sólo y agarrando un marcador casi tan amarillo como sus dientes. Y algo más, algo en su cara. Por suerte ya estoy llegando. ¡La puta que lo parió! Algo me roza el hombro… PIRI PIPIPI

II.
Avalancha de oxígeno sobre mis fosas nasales, sincronía total con la apertura de mis ojos; un reconocimiento nervioso del lugar que me cubre al levantarme, bajo a la realidad y recién ahí es cuando doy el primer trago de saliva conciente. Activo el día revisando el celular. Una varieté de mensajitos me recuerda al entorno y sus demandas: “Hola hijo ¿te acordás que tenés madre?”; “¿Vamos a vender la revista al sarmiento?”; “La verdad que esto de amor libre no lo entiendo ¿venís a casa hoy?”; “¿Me seguís amando?”; “¿no te intereso más?”; “¿no contestás? hijo de puta”, “tres llamadas perdidas”; “Cabeza estamos con los pibes descogotando unas frescas en la plaza, vení”. Me tildo, amago reaccionar, vuelvo a releer sin entender casi un todo, encaro al baño entregándome al relax del meo mañanero y ahí mismo una extraña energía como teniendo a alguien parado detrás de mí y sin distancia. Giro muy despacito y veo una nota pegada en el espejo del botiquín que dice: “que sea la última vez que no me contestás los mensajes, me fui a comprar un regalito para mi hermana, te amo aunque me hagas enojar”. Escucho ruidos, me persigo sin saber por qué, me acerco a la ventana y me rescato que es el enfermito de mi vecino que mueve las cosas de lugar todo el tiempo, es un estallo de risa. Siempre que fumo me cuelgo a mirarlo: camina todo el tiempo y toma tantos energizantes que tiene la boca re podrida. ¿Uyy, me vió? El enfermo le metió un re-roscazo a la pared. Estos maniáticos no sabes si son violines o asesinos.
Se acerca la noche, la luna se planta como sacando la ficha. Empiezo a rondar por el barrio hasta encontrar alguien que intente desmantelar mi hipótesis de supervivencia. Encuentro a los pibes, suena el corcho como tiro de largada, comienzo a rebobinar, explotando la agenda de prioridades, guachadas, posibles jodas y… suena el telefonito. Dejo de respirar, mi cuerpo se enfría, los oídos se achican y en mi panza como un cuchillo clavado. Pido la botella y reviso el celular: “¿Dónde estás amor, cuando vas a hacer un lugar para mí?”. En un instante hago mierda el celular contra el piso, me siento en la vereda sosteniendo mi frente y le codifico mi pensar a los pibes diciendo: “la mochila del compromiso no la quiero sostener más”. Justo frena un bondi y un pelotudo se me queda mirando. Como anillo al dedo, me paro, los pibes se rescatan y me dicen “ya estás grande para terminar en cana por un pelotudo”. Rebobino, la cara de ese gil… Nah, flashié. El bondi arrancó. Zafé.

III.
De la mesita a la cama, de ahí al sillón. Se complica bastante con los resortes asomando. Miro otra vez el reloj-pared sin registrar la hora. Camino rápido rumbo a otro café en la última taza que me queda limpia. Lo bato fuerte porque me gusta con mucha espuma.  “No llego, no llego, no sé nada”, me repito en voz alta. Entro en pánico y le pego una piña a la pared. Me parece que alguien me está espiando. Lo que me faltaba. Tienen que ser los nervios. Me quedan sólo un par de horas. Voy a aguantar si tomo algunas pastillas más, mezcladas con bebida energizante para estar concentrado. Respiro aliviado, todavía tengo las dos latas que compré en el chino. No duermo bien hace semanas y mi limpieza no es la mejor. Necesito despejarme. Me refresco la cara y  en el espejo del baño sólo veo que las ojeras de a poco ganaron espacio y mis dientes están cada vez más amarillentos. “Tengo que aflojar con el café”, balbuceo. Cuando esto pase sacaré turno con el dentista que me dijo hace dos años: “volvé en seis meses”. ¿Ya pasó una hora? Otra vez miro el reloj y son las tres de la mañana. Me suenan las tripas como nunca. Del estómago viene un ruido líquido feísimo. Prendo un pucho para relajarme de esas voces que me comen la cabeza y suena el celular por quinta vez en la noche, ya le dije a Julieta que no rompa las bolas. Pero no, es un mensaje de Pablo, mi mejor amigo: “suerte para mañana, un abrazo loco”. ¡No! ¡No! ¡Suerte no me digas! Todo bien, pero si me decís suerte seguro me va para el carajo. ¿Y qué le voy a decir a mi vieja? Igual no sabe qué mierda estudio, pero necesita comentar mi título entre sus amigas. ¿Y en el laburo? Ya me pedí el día, de nuevo tuve que ensayar cómo lo iba a decir y en qué momento. El gordo me hizo cortar clavos hasta el último minuto y me tiró con esa mueca forra: “mínimo un ocho pibe, je”. ¿Y si me va mal?  No, ya fue, no me presento. Piernas que se paralizan, manos que transpiran y palabras que se amontonan en el tartamudeo. Seis de la mañana y el cuerpo me pesa, los ojos me piden descanso. Tengo dos horas. Apoyo la cabeza en la almohada ilusionado con algo parecido a un descanso. Me presento, no me presento… A los pocos minutos, me vuelvo a levantar. Voy-vengo de un lado al otro de la casa intercambiando apuntes sin decidirme a leer ninguno. Aparece como un fantasma, en la calle, un tipo que veo por la ventana, tan extraño y pálido, que no pude evitar gritar. Mi corazón estuvo muy cerca de salirse por la boca y casi me meo. Sentí, además, que una escarcha helada me recorría la espalda. Con todo ese miedo, igual, hice algo muy raro: salí atrás suyo. Cuando estaba a punto de tocarle el hombro, me di cuenta que era una locura. Tienen que ser los nervios. Esa cara… corrí de vuelta a mi casa. “¡No puede ser!”, me convenzo, me miento, “no tenía mi cara, su cara no era mi cara”. Después de varios litros de café y de energizante, tuve que admitir que no me iba a concentrar nunca más. No me presento…sí me presento…


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Revista Todo Piola? 13

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